viernes, 1 de marzo de 2013

Gobierno corporativo y crisis empresariales

Estoy casi seguro de que las instituciones bancarias que han necesitado ayuda pública y cuyos responsables están en estos días pasando por los tribunales no han incumplido la regulación que les era aplicable. Algunos dirán que si es así, la normativa era insuficiente porque no recogía situaciones como las que hemos vivido y otros que la ley no puede preverle todo y que los malos siempre van por delante.

A estos últimos les añadiría que dichos responsables tampoco eran malvados buscadores de resquicios legales. ¿Entonces qué ha pasado? ¿Cómo es posible que si se ha cumplido la ley todo haya salido tan mal?Pues muy sencillo, y este es uno de los grandes errores en los que caemos hoy en día, el cumplimiento de la ley no asegura el buen fin de las acciones humanas pero, además, es que el cumplimiento de la ley se ha convertido, al menos en lo tocante a la regulación empresarial, y financiera en particular, en una cuestión meramente formal.

Cumplir la ley no asegura que las entidades estén bien gestionadas ni vayan a obtener buenos resultados, ni siquiera que las acciones de sus directivos sean moralmente irreprochables. Por ejemplo: cumplir con el coeficiente de recursos propios, es decir tener una solvencia mínima exigida por ley no asegura que dicha solvencia se vaya a mantener siempre, ni tan siquiera que no vaya a deteriorarse rápidamente, como un montón de nieve al sol.

Los directivos pueden ser responsables de las decisiones que tomaron y de la falta de previsión, pero esa responsabilidad no puede ser penal: la impericia se castiga de otro modo. Los comportamientos que puedan tipificarse de penales, que son muy minoritarios, ya estaban recogidos en el código correspondiente hace mucho.

No hablemos de las obligaciones legales, relativamente recientes, que imperan en la comercialización de productos financieros y que son tan meramente formales, que a veces parece que más se han promulgado para defender a las entidades de los clientes que a estos últimos.
Así, de lo que se quejan de verdad los consumidores de servicios bancarios, si llevan razón, son de engaños, que no requerían tanta regulación de las formas de contratación.

Pero si algo se lleva la palma de la absurda formalidad que nos invade es, sin duda, la regulación sobre buen gobierno corporativo. Seguro que los informes de buen gobierno corporativo de las entidades nacionalizadas porque estaban en una situación muy deficiente, tan deficiente que hacía temer por los depósitos del público, cumplían con todos los requisitos exigibles: adecuada separación de funciones, comisiones de riesgos y de auditoría y control que aprobaban las operaciones dentro de sus atribuciones y revisaban las mismas, respectivamente, como corresponde.

No hablemos ya de las comisiones de retribuciones que daban a cada uno lo suyo sin duda alguna. ¿Y qué descubrimos? Pues que los pecados de los directivos no han sido básicamente el incumplimiento de la norma sino otras cosas. Descubrimos que los problemas de las entidades eran que sus administradores no entendían lo que leían, cuando lo leían, en muchos casos. Que los administradores firmaban lo que se les ponía delante y pretenden, sólo con eso, quedar exonerados de sus culpas, porque dicen que les decían que se estaba cumpliendo con la ley y, probablemente, así era.

Al margen de corruptelas menores muy frecuentes (un crédito ventajoso, un empleo para un familiar…) y grandes corrupciones muy poco frecuentes, lo que no puede es dirigirse grandes instituciones con esa falta de profesionalidad y despreocupación, por un lado, y de exceso de confianza en la mera formalidad, de otra. Algunos dirán que en estas entidades tan grandes es imposible hacerlo de otro modo y que hay que descansar en otros y que basta con el control formal. Sin embargo, está claro que no es así a la vista de lo visto y que habrá que replantearse la pasión por la concentración, que parece animar a nuestras autoridades.

En cualquier caso, no parece que la regulación especial de las grandes instituciones, ni la más especial de las que operan en el sector financiero sirva para nada y más bien parece que, al contrario, es la ordinaria la que puede servir para solucionar esta problemática.
Una regulación penal que tipifique las conductas irresponsables de los que ponen en peligro los ahorros del público y otra concursal que depare a las entidades financieras la misma suerte ante sus errores, o la mala suerte, que para el resto de compañías mercantiles.

La regulación especial, en tanto que vinculada siempre a algún tipo de tutela o supervisión pública, hace siempre corresponsable del fracaso empresarial de las instituciones especialmente reguladas al sector público. No otra cosa es lo que nos está ocurriendo. Las responsabilidades siempre han de ser individuales, porque cuando son colectivas no sirven de nada.

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