miércoles, 13 de junio de 2012

¿Deben salvarse todas las entidades?

A estas alturas, ya han pasado cuatro días desde que se aprobaron las ayudas europeas a la banca española, no me interesa nada discutir si fue o no rescate, ni incluso el contenido de la letra pequeña del acuerdo, que no son sino mezquinos campos de batalla donde intentan ganar terreno algunos una vez conseguido el primer efecto de la noticia. Lo que me interesa razonar es si tiene sentido ayudar a las entidades de crédito con dinero público.

En el caso de las entidades solventes, incluso con déficit de recursos propios, pero viables, puede ser razonable. Al fin y al cabo, estas entidades tienen activos suficientes para responder de sus deudas, si bien no en el importe mínimo exigible por ley, y a lo que se están enfrentando es, muy probablemente, a un simple problema de liquidez: la fuerte inversión inmobiliaria y en créditos relacionados con dicha actividad les impide ir haciendo frente al vencimiento de su deuda en los próximos meses. Vencimientos que tienen dificultades para renovar a la vista de la situación del mercado. Para estas entidades, bienvenida sea la ayuda, pero el mecanismo era otro: era la actuación del BCE como prestamista en última instancia. Esa es una de las obligaciones inexcusables de un banco central emisor de una moneda sin respaldo metálico como es el euro: proveer de liquidez a los bancos privados con problemas con la misma.

En el caso de las entidades insolventes, y después de una valoración adecuada de los activos de las entidades podemos encontrarnos con algunas, la ayuda pública sólo puede tener un sentido: la liquidación de las entidades. La liquidación de las entidades no es un panorama apocalíptico donde usted corre de sucursal en sucursal con su cartilla de ahorros y se va encontrando con que le van cerrando en sus narices las puertas para retirar su dinero. La liquidación supone, simplemente ir buscando adquirentes de los activos de las entidades con problemas que, a cambio, se hagan cargo de sus pasivos. Un ejemplo sencillo: una entidad asume la red de oficinas, en una región de España, de otra que es insolvente, con todos sus activos y pasivos. El problema, está en los activos: ¿tienen valor suficiente para hacer frente a los depósitos que se ha comprometido a restituir? Si lo tiene, es posible, sin embargo, que la nueva situación produzca en el comprador algún problema de liquidez porque los activos son a largo plazo y los depósitos asumidos a corto. La solución: la del caso anterior porque para eso está el BCE. Si no fuera el caso y el activo adquirido fuera inferior al pasivo asumido, el apoyo debería consistir básicamente en financiar al banco adquirente a tipo cero para que adquiriese deuda pública (como se hizo en los años 80-90), pero no asumir el Estado la obligación de recompra de los activos crediticios de baja calidad o mecanismos similares como los Esquemas de Protección de Activos. El Estado sabe dar subvenciones, pero no gestionar activos financieros o inmobiliarios. Estas ayudas para la liquidación de entidades insolventes sólo pueden basarse en un argumento moral: el Estado, a través, del FGD se ha comprometido a impedir que los depositantes pierdan los importes depositados que superen individualmente y por entidad la cifra de 100.000€. Aplicar bien esta norma supone no olvidar que los fondos del FGD, aunque gestionados públicamente, son aportaciones privadas de los bancos y recordar que el FGD sólo cubre depósitos. Es decir: los accionistas y otro tipo de acreedores (partícipes preferentes, deudores subordinados…) deben perder sus inversiones para asegurar lo más posible que los activos de las entidades en liquidación superan a sus pasivos. Este deber de perder no es caprichoso: eran las reglas del juego al estallar la crisis. Las aportaciones de estos inversores computaban en recursos propios, es decir eran la medida de la solvencia de las entidades. Tema distinto, son los casos de algunos de estos tenedores de títulos que se sienten estafados por el modo en que se les vendieron los mismos y que es un problema judicial.

Por último, ayudar a entidades inviables, solventes o no, no tiene sentido. En tal caso, lo mejor es liquidarlas, de manera parecida a lo explicado anteriormente. Si sus activos aún superan a sus pasivos, e incluso permiten respetar las inversiones de accionistas, partícipes preferentes y bonistas subordinados, pues mejor y más barato para todos. El problema de todo el llamado rescate está precisamente aquí: algunos pueden tener la tentación de seguir manteniendo vivas a determinadas entidades que llevan tiempo muertas.

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