miércoles, 22 de mayo de 2013

La desaparición de la banca (y del Estado)

La banca se ha convertido en un servicio público de provisión privada que está abandonando el que debería ser su objeto social. Como toda institución que abandona su objeto social, está condenada a desaparecer o a mutar en otra cosa, aunque no cambie su nombre. El negocio de banca se ejerce bajo patente pública, lo que ha echado alas espaldas del Estado toda una serie de obligaciones: regulación, supervisión, prestar garantía de su solvencia... que le comienzan a pesar más que las ventajas de que venía disfrutando: financiación ilimitada de su déficit, control del crédito y, por tanto, de la actividad empresarial.

La finalidad de la banca debiera ser canalizar el ahorro hacia la inversión, pero en Occidente no se ahorra. Las políticas y el discurso públicos potencian en exceso el consumo, el público y el privado, para lo que Occidente creía haber encontrado la piedra filosofal: la monetización delos déficit, públicos y privados, mediante la emisión de moneda que se utiliza para financiarlos.

En esta situación a la población le cuesta entender el papel de la banca, circunscrita a servir de canal para aumentar la base monetaria –que hace el correspondiente banco central– y el crédito, a cambio de una remuneración: el diferencial entre el tipo de interés que fija este último (0,5 por ciento en la Unión Monetaria Europea) y el de los bonos públicos o los créditos privados, en su caso, si el riesgo de estos últimos le parece asumible.

Además, si yerra en la evaluación del riesgo privado, siempre está el Estado para asumir los problemas que esto pueda generar a la solvencia del sector para hacer frente a sus compromisos con los depositantes. Compromisos que, en último término, son públicos porque así lo recoge la legislación y para ello se han constituido los correspondientes mecanismos de garantía de los depósitos.

Este esquema justifica poco la existencia de una banca privada y así una parte numerosa dela ciudadanía, no necesariamente toda ella radical, comienza a preguntarse por qué el crédito no se dirige directamente desde los bancos centrales a los necesitados del mismo sin la intervención privada que, además, cuesta unos importantes recursos, en forma de beneficios bancarios, que podrían dejarse en manos del Estado y de los beneficiarios del crédito.

De hecho, el movimiento de concentración bancaria, auspiciado por las autoridades con la excusa de la solvencia del mismo, va en esa dirección. Si finalmente la banca va a ser de titularidad pública, puesto que no se justifica la privada para el negocio que viene desarrollando, lo que tendremos es un único banco o, como mucho, distintas agencias públicas de canalización del crédito según especialidades: público estatal, público local, agrícola y ganadero, industrial, consumo, etc…

Todo un despropósito aunque parezca razonable a la vista de los párrafos anteriores. El sistema bancario que padecemos es, si no el último reducto de la planificación central soviética, sí el más evidente en una economía que se llama de libre mercado y no lo es. La concentración, insisto que promovida por el Estado, es la lógica del sistema bancario para financiar los continuos déficit públicos (una especie de keynesianismo asimétrico) que hemos adoptado y el modo de huida hacia delante del Estado en su situación de clara insolvencia.

La política de concentración se extiende a todo lo que rodea al sistema y no sólo a la reducción del número de entidades, con el consiguiente aumento del tamaño de las mismas. Así se concentran los reguladores, para evitarla correspondiente competencia entre los mismos, los supervisores para aumentar el control público de las instituciones bancarias, las directrices sobre precios en la mejor tradición soviética... con lo que el Estado va ampliando su objeto social más allá del que le es propio con el peligro que ello supone: su desaparición por inviable, una tragedia a todas luces, o su conversión en una cosa distinta, y claramente peor de lo que debe ser.

Esa parte de la población más radical no defiende, aunque esa sea su sana intención, el Estado cuando exige que absorba las funciones del sistema bancario, sino que, más bien al contrario, lo alimenta como a una oca para hacer foie. Los banqueros que piensan que la salvaguarda de su sector es lo público, aunque algunos no lleguen a verlo en el transcurso de sus vidas, terminarán convirtiendo sus bien remunerados empleos en puestos de trabajo de la función pública. Debemos pensar que o banca y Estado, separados, o ni banca ni Estado, pero juntos. Una paradoja.

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