lunes, 2 de agosto de 2010

El intervencionismo que no cesa

El pasado día 26 se nos despachó el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea con una nota de siete páginas, en la que nos informaba de los avances que han hecho desde diciembre de 2009 en la reforma de determinadas cuestiones sobre el capital y la liquidez de las entidades. Además, nos emplazaban para septiembre, como si no hubieran superado la asignatura, para una nueva nota. No les voy a contar el contenido íntegro, porque aunque el texto es corto (siete páginas) requiere muchas lecturas para asimilarlo, pero sí un párrafo que en mi opinión es, cuando menos, peligroso.

Es peligroso porque aumenta eso que se ha llamado el riesgo moral de las entidades. Solemos decir que el riesgo moral es mayor en economía cuando las consecuencias negativas de las decisiones de un agente son soportadas por otros agentes que, sin embargo, se ven escasamente beneficiados de las decisiones con consecuencias positivas. Es lo que algunos criticamos de las ayudas públicas a la banca o de algunos mecanismos de apoyo a este sector: los beneficios de la actuaciones de los equipos directivos de los bancos son para estos mismos equipos directivos y los accionistas de los bancos, pero las pérdidas son asumidas por el sector público y, en último término, por los contribuyentes. Un esquema como este incentiva los comportamientos más arriesgados, que son los que más beneficios y pérdidas pueden generar, porque el decisor sólo soporta los beneficios.

El párrafo en cuestión nos informa de que el Comité está estudiando un mecanismo que permita a los supervisores bancarios tomar una participación en el capital, con la consiguiente inyección de recursos desembolsados por el supervisor, de aquellas entidades con dificultades para obtenerlos en una situación crítica en el mercado. Sería algo así como una línea de financiación permanente de capital para todas las entidades bajo la responsabilidad de una autoridad supervisora, de la que se dispondría cuando dicha autoridad lo considerase necesario para salvar una institución. Las entidades de crédito privadas se han convertido poco más o menos, lo he apuntado muchas veces, en franquicias de un banco central que las utiliza para distribuir liquidez en el territorio en que la moneda que emite es de curso legal. Este mecanismo convierte a las entidades en más franquicias aún, pues el franquiciador, el banco central, les asegura a través de otra agencia, el supervisor bancario, el buen fin de su negocio en cualquier caso.

Está claro que las autoridades desconfían del mercado y no le dejan operar hasta sus últimas consecuencias: la bancarrota, pero que no abrazan los postulados últimos de su forma de actuar y razonar: nacionalización de la banca. Todo esto sin entrar en los problemas concretos que surgirán de aprobarse este mecanismo, pues la decisión de inyectar, la cuantía y el momento de la misma, se prestan a todo tipo de discrecionalidades. Aunque no lo crean, cuando veo avanzar de esta manera los postulados intervencionistas, me acuerdo de mi abuelo cuando decía que si para esto hemos ganado una guerra. Los países occidentales resistieron durante setenta y cinco años al bloque soviético: un desastre en lo económico, para terminar con un modelo aún peor en muchos aspectos de continuar así.

Lo que se nos avecina es un sistema financiero, desde el que se controla la totalidad del económico, en el que la nomenclatura se apropia de los beneficios y nos traslada las pérdidas a los contribuyentes en aras de un bien común que se sustenta en el miedo. El miedo deberían sentirlo los directivos bancarios y sus accionistas cada vez que toman una decisión si les hiciésemos responsables de la misma. Las autoridades podrían dejar de sentirlo si abandonasen el discurso de que ellos son los garantes de nuestro bienestar económico, porque como no es verdad ni pueden lograrlo, se quitarían un enorme peso de encima.

Y admítanme un consejo: desconfíen siempre del Gobierno.

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