viernes, 25 de junio de 2010

La ética de la redistribución

Este es el último viernes de junio y el primero del verano, pero en nada difiere para este espacio del resto de los viernes. Así, que vayan a la biblioteca o la librería a por un libro políticamente muy incorrecto, que les recomiendo: La ética de la redistribución , de Bernard de Jouvenel. No es un libro nuevo. Fue publicado por primera vez en 1951, con lo que ya tiene casi sesenta años. Así, podemos afirmar que ha pasado el filtro del tiempo, lo que nos asegura su interés. Es, además, un libro corto -poco más de cien páginas-, por lo que el lunes podrán volver a su oficina con las ideas más claras sobre uno de los tópicos aceptados por el ambiente político de nuestros días: el de que es una función buena, y deseable por tanto, que debe realizar del Estado la de recaudar recursos económicos de los ricos para entregarlo a los pobres.

Dejando al margen lo arbitrario que son las definiciones de rico y de pobre, y el argumento contrario a la redistribución que es la ineficiencia económica que introduce la redistribución, y que es aceptado incluso por los defensores de la misma, lo fundamental en este texto es el análisis de las bases éticas de dicha redistribución. El profesor Jouvenel demuestra que la política de la redistribución, lo que redistribuye principalmente no son los recursos económicos, sino el poder político, desde la población en su conjunto al Estado. Así, dicha población va perdiendo la capacidad de gestionar sus propias vidas y se vuelve estadodependiente.

Como ven, esto es un ataque en toda regla al denominado Estado del Bienestar. Jouvenel estaba acostumbrado a decir cosas políticamente incorrectas. Tan políticamente incorrectas que otra de sus obras, Sobre el poder, causó tanto escozor que tuvo que exiliarse a Suiza desde su Francia natal, y eso que Francia es una democracia. Así que no lo duden, para entender bien el cuento de la función redistributiva del Estado moderno, léanse La ética de la redistribución , de Bernard de Jouvenel. Merece la pena.

Y admítanme un consejo: desconfíen siempre del Gobierno.

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